I.
Según la mitología escolar, durante la revolución de mayo había esclavas negras que vendían empanadas calientes que quemaban los dientes. Junto a pregoneros y a French y Beruti, dos streamers que distribuían la escarapela, la negritud, la venta ambulante y la empanada conforman el repertorio de la evocación patria. Comunicadores, comerciantes, contrabandistas, empanadas: la serie se encadena y se contamina mutuamente; elementos fijos en la memoria colectiva, ligados a la liberación argentina con respecto a la barbarie hispánica. La empanada asoma desde entonces como un fusible energético en el circuito de la producción de valor emancipado argentino.
La empanada caliente quema los dientes porque es intensa por dentro, inocua por fuera. Su potencia jamás es visual. Miradas desde afuera todas las empanadas son iguales, pero lo que tienen adentro siempre contiene la amenaza de calar los huesos. En forma análoga a la democracia, la empanada es un teatro. Reconecta las fuentes oscuras y sanguinolientas de lo social -la carne, que es el puro antagonismo- con las formas civilizadas que la contienen -las tapas como sinécdoque de la agricultura latifundista: blanquecinas, circularmente infinitas, imposibles de abarcar. Carne y Trigo, pero triturados y vueltos a escenificar en una alianza que glosa nuestro espíritu nacional: intenso pero borgeanamente pudoroso, circular pero de fronteras enrolladas en repulgue; progresista y taimado.
El taco, la pupusa, la arepa o cualquier otra variante americana de la empanada nos muestran la entrañable cercanía que tenemos con nuestros vecinos al tiempo que desnudan la brutal distancia. El pudor simétrico de la empanada, la delgadez de su masa, y el hecho vital de que el relleno no sólo está oculto sino que proviene de descartes definen esta zona de proximidad y de lejanía. Mientras que sus homólogos son muchas veces la mejor forma de exhibir el relleno, de presentarlo sacrificialmente en sociedad, y se pueden cocinar en la calle, la empanada lo esconde porque en el fondo acepta que, en su interior, el relleno tiene un origen secreto o al menos turbio. La empanada no ocurre en la calle, ocurre en lo privado, en la cocina. Si el asado es una performance basada en el exceso y el don, y es pura exhibición, la empanada es una fantasmagoría privada que se disfraza de utilidad. Como la economía. Por eso el simulacro del jugo reemplaza a la sangre. La carne picada no es en la Argentina una forma de alimentarse, es una forma de reciclar o de resignarse. Por eso la empanada no es el plato nacional sino una salida de emergencia, una performance siempre utilitaria.
El singular hecho de que las diferentes culturas provinciales argentinas posean sus diversos tipos de empanadas, en una eterna e irresoluble pugna por conquistar el podio de la empanada más real, la empanada más sabrosa, la empanada más argentina, nos habla de la motricidad de la metáfora, de su costado orgánico. La emotividad territorial de la empanada rima con las formas en las que habitamos el lenguaje rioplatense. Pero sucede que, en una cuerda cuántica, el lenguaje nos habita: cada empanada regional que se siente la mejor, la más rica, la más original, no hace otra cosa que confirmar el manantial flexible pero eterno que nos hermana, en una iteración que glorifica nuestra sociabilidad comunitaria pero rota. La disputa empanadil es una forma poética de habitar la distancia, la soledad y el vacío. Jamás se cocinan empanadas para una sola persona. Y nadie puede evitar mancharse con una empanada. La empanada es artillería pesada en nuestro eterno combate contra el desierto.
II.
Dadas estas condiciones no es casual que el uso popular de la empanada en tanto metáfora grafique un estado de la imaginación sobre la democracia republicana. En otro momento hablaremos de Alejandro Doria y, en especial de la película “Esperando la carroza”, de 1985. A los fines de esta esquela es suficiente recortar que la frase “tres empanadas” es pronunciada como metáfora del egoísmo económico pero antes que nada espiritual de un hermano (Jorge, Juan Manuel Tenuta) que se vanagloria de contribuir con el cuidado de la madre que comparte con Luis Brandoni con tres empanadas. Para Jorge, la contribución a la comida familiar es sustanciosa. Para todo el resto, incluido el espectador de la primavera democrática, es miserable. En ese malentendido entre una sociedad próspera y una pequeña burguesía miserable se cifra la economía moral del sainete y ese es justamente el tema de la película: qué hacer con la patria en democracia; qué hacer con el sainete criollo. Basta decir, sin embargo, que la empanada ya se presenta como una mínima unidad de medida económico moral. Quizás como el mínimo denominador común de una economía que no puede solucionar la tensión entre el exceso y el pudor, entre la escasez y el goce, entre el gasto y la producción.
En el año 2016 otro actor pero que en este caso personificaba al Ministro de Finanzas de la Nación, Alfonso Prat Gay, resignificó al “tres empanadas”. Lo que en “Esperando la carroza” era el síntoma de una moral económica miserable dentro de una mesa familiar fue apropiado por un funcionario de la democracia republicana para responder al reclamo de un bono de fin de año para compensar la inflación que el sindicalismo argentino exigía en un contexto de ajuste fiscal. Prat Gay dijo que discutir ese bono en el contexto de una conversación macroeconómica era hablar de “tres empanadas”. La empanada vuelve a emerger en la conversación pública; el contexto parece ser siempre un gobierno no peronista. Pero ya no es el símbolo de una contribución miserable cuyo diagnóstico comparten protagonistas y espectador. Ya no hay más sainete. La complicidad que se incita en la frase de Prat Gay es un nuevo tipo de complicidad no familiar. Es el pacto entre el periodista -en aquel caso fue Luis Majul, el pregonero- y el funcionario (prontamente despedido por el presidente Macri ya que, según el cotilleo popular, le estaba disputando protagonismo). Hay una nueva familia: los periodistas, los economistas estatales de la democracia republicana, y la inflación. Las tres empanadas ya no son un aporte escaso sino un reclamo irrisorio que debe ser desestimado. El objetivo sigue siendo el mismo: cuidar a la madre patria. Pero la madre ya no es un cuerpo, es un orden: el orden democrático, liberal, republicano, inflacionario. La empanada aparece y en ese mismo movimiento es desestimada como reclamo popular. Esto refuerza su lugar como emblema de la fantasmagoría económica y del problema de la escasez. Pero el estado la usa como herramienta de negación de la inflación.
Los fantasmas, sin embargo, no suelen tener la costumbre de morir. En eso se parecen a los mitos. Y, con su ulular de ultratumba, con su jugo simulacral y con su humareda vertiginosa y asamblearia, la empanada vuelve a aparecer en el nuevo gobierno no peronista de Milei. Otro actor la trae a escena: Ricardo Darín, que personifica a Juan Salvo en la versión de El Eternauta de Bruno Stagnaro, estrenada por Netflix. Darín es de por sí un mito nacional, un mito en la incómoda situación de no haber muerto, de existir en carne y hueso. Darín invocó a la empanada, contracara del desierto, sinécdoque de la escasez, rastro de la miserabilidad, croquis orgánico del lenguaje nacional y símbolo denegatorio de la inflación por parte del orden republicano en otro espacio mítico: el purgatorio de la imaginación argentina que es el programa de Mirtha Legrand. Fue justamente Darín el encargado de conjurar, y así resucitar, a la empanada argentina. En un gobierno no peronista.
Al quejarse del aumento desmedido y no oficialmente registrado del precio de los alimentos que padece el pueblo argentino, Darín utilizó la radioactividad mítica de la empanada para transfigurarse en chamán. Dijo Darín que las empanadas costaban un precio elevadísimo, por lo general distante al que paga la mayoría de la población. En ese movimiento profético, podría decirse que en ese intervalo de santidad en el cual el mito zombie -todo mito vivo es un mito zombie- se transubstancia en chamán, Darín recuperó el vínculo entre empanada e inflación que el orden republicano había querido ocultar y duplicó al sainete perverso y desenfocado que es el discurso oficial. La hipérbole fue su herramienta retórica no para suturar -eso es lo que hace el gobierno- sino para subrayar el hiato radical que existe entre economía y realidad, entre representación y escasez. Una distancia que acompaña la descomposición del orden democrático y crepita en el cuerpo social, como si fuera relleno.