Vengo a recomendar la lectura de “La llamada” de Leila Guerriero. Y les pido que lo lean como si leyeran el Bhagavad Gita. No como una novela sino más bien como una colección de aforismos sobre un trauma nacional. Pero hay más. Porque detrás de su encuadernado amarillo Anagrama, a través de su deseo de aceptación ibérica, van a poder encontrar el testamento político de una generación. Lo que sigue son algunas hipótesis sobre este altísimo momento en el desarrollo del espíritu absoluto de la literatura argentina.
“La llamada” es un libro que estafa hábilmente al morbo europeo y de paso patea a la nomenklatura cultural del kirchnerismo cuando está en el suelo. Con estos movimientos, marca un camino de integración para la literatura latinoamericana dentro de la góndola global.
“La llamada” es un libro inocuo sobre los setentas, disfrazado de un libro valiente sobre los setentas, escrito para gente que sabe que los setentas ya no importan, disfrazada de gente preocupada por la justicia cuando en realidad se resignó a no conocer la verdad. Pero a pesar de que Hal Foster, uno de mis críticos favoritos de la CIA, llamaría este tramposo movimiento un trompe de l’oeil ilusionista, por detrás de esto tenemos una Leila que lo intenta, que lucha por construir una obra significativa, como una Macacha Güemes del revanchismo simbólico. Porque para nosotros, los progresistas de ley, detrás de toda obra fallida hay un artista sufriente que la redime.
En la dialéctica del amo y del esclavo que establecemos durante el acto de lectura nos fluidificamos en la contemplación mística del deseo de Leila de ser Todo. Irreverente e integrada. Intelectual y política. Sincera y taimada. Artista y cronista. Argentina y capaz de explicarles a los hermanos ibéricos que en Argentina seguimos siendo exportadores de dramas políticos. El logro de Leila es grande porque ocurre a su pesar y tiene la medida de su ambición. “La llamada” dice cosas que están justo en la frontera de la moral progresista hegemónica argentina. Justo ahí, en la zona roja. En esa frontera y silbando bajito Leila construyó sus tuberías de arsénico para continuar con el fracking de la dictadura como producto for export, empaquetado para venderle barriles de sangre envenenada al lector foráneo. Leila, la vengadora involuntaria.
Recuento rápido. Fueron 30 mil: ok. Hubo terrorismo de estado que incluyó violaciones silenciadas por la moral machista hegemónica de la nomenklatura primero montonera y después anémicamente kirchnerista: ok. Estas violaciones pudieron implicar cierto goce sexual al ser el fruto de un cautiverio prolongado: ok. Las políticas estatales de la memoria cosificaron a los protagonistas en un relato maniqueo tratándolas como reliquias, es decir como rastros de un martirio comerciados como fenómenos de feria: ok. Las cúpulas montoneras fueron entreguistas con su militancia, con la militancia ajena y negociaron la sangre de sus cuadros: ok. Menos mal que no ganaron: ok. Con estas verdades traspapeladas en un libro circular donde la trama no avanza Leila fabrica espejitos de colores. Al mirarlos se refleja una rebeldía módica que desafía a una nomenklatura cultural en decadencia desde el triunfo de Milei. ¿Se patea a los borrachos cuando están en el suelo?
“La llamada” es un libro que nos advierte sobre los peligros de eliminar al heroísmo del horizonte de discusión.
Estas verdades desparramadas aforísticamente en un libro que se niega a buscar la verdad porque de entrada presupone que la verdad no existe dejan afuera algunas preguntas que no me parecen urgentes, pero podrían haber sido interesantes para pensar los años kirchneristas desde el progresismo en el que me inscribo. Entonces básicamente quedan afuera dos cosas. Las indemnizaciones que recibieron hijos, víctimas y familiares por un lado. ¿Cómo se establecieron? ¿Cómo se cobraron? ¿En qué se gastaron? ¿En lámparas italianas como las que alimentan la conversación entre Leila y Silvia? ¿En ladrillos inmobiliarios sobrevaluados y desarrollados en sociedad con Horacio Rodríguez Larreta y sus socios? Es un misterio. Pero esto no me preocupa tanto. Digamos que mi curiosidad por las indemnizaciones es más bien antropológica.
Lo preocupante es que “La llamada” deja puntillosamente afuera al heroísmo militante. Lo reduce a un clima de época que construye a los combatientes como tontos culturales guiados por el zeitgeist -esto mismo podría ser peligrosamente aplicado a los milicos- o como marionetas de las intrincadas relaciones entre deseo, secuestro, sexo y violencia. Lo que Leila parece olvidar en su blanco progresismo transatlántico es que sin heroísmo no hay progreso posible. De hecho, el ansia de progreso se transforma en progresismo en la medida en la que se elimina la heroicidad. Del mismo modo en que la democracia se convierte en un mecanismo formal, incapaz de modificar absolutamente nada, en la medida en que se elimina la idea de la soberanía como su garante principal. El mundo al que nos acerca “La llamada” es un mundo donde discutir el sentido de la soberanía, como así también de su anverso que es la revolución, ya no vale la pena. Un mundo donde streamers entrevistan figuras políticas odiadas por el 70 por ciento de la población. Un mundo en el que cada país se comporta como un sujeto y va exhibiendo su trauma en la feria de vanidades internacional antes conocido como industria del libro. Pero, si nos ponemos honestos, la heroicidad es lo único sobre lo que vale la pena discutir.
“La llamada” es un libro expresionista que narra la pandemia como trauma social no elaborado.
Además de la ética peronista del trabajo que como lector nunca se deja de agradecer a Leila Guerriero, y que es una fuente de inspiración para todos los que intentamos hacer cosas con palabras, “La llamada” puede ser un libro de aforismos sagrados porque la Poeta logra una anatomía precisa del principal cisma social de nuestros días, con consecuencias claras en nuestra vida cotidiana, e instaurador de una herida narcisista incurable en el campo intelectual: la pandemia. En la pandemia hubo personas sufrientes, dañadas, tocadas, arruinadas. Gente que perdió seres queridos, que vio explotar frente a sus narices convivencias y hasta tragedias familiares que venía conteniendo, y que dejó de -o que aprendió a- respirar debajo del agua de la anormalidad. Hubo también personas que entrevieron que su aporte al mundo era insustancial. Y hubo gente que la pasó bien, que pudo viajar, hacer pan de masa madre, reencontrarse con la esencia de los vínculos humanos y aspirar la humareda zigzagueante de su deseo.
Entre esos dos polos hay una paleta de grises pequeña, un degradé que va desde de nostálgicos del siglo XX hasta posmodernos heridos, porque el siglo XX terminó también con la pandemia. “La Llamada” no sólo retrata la locura de esos años con sutiles pinceladas -un barbijo flojo, un trámite innecesario, un recaudo atroz- sino que también demuestra que los privilegiados que siguieron trabajando e incluso creando quedaron, también, algo tocados. Liquidados, en el caso de los intelectuales. Creo que el secuestro de Leila por parte de Silvia, el de Silvia por parte de Hugo, su novio de la adolescencia, y el de un libro con preguntas fundamentales sobre los setentas por parte de un espiral de susurros que no avanzan expresa de forma desenfrenada y locuaz la parálisis de la imaginación pública que implicó la pandemia. Así, “La llamada” es una obra expresionista sobre aquella era. Quizás una de las mejores obras sobre la pandemia.
“La llamada” presenta un conmovedor mea culpa y se sacrifica por una casta de privilegiados.
Al principio una de las cosas que más de entristeció de este libro fue la celebración acrítica de la elite del Colegio Nacional de Buenos Aires. Hasta que comprendí que, en realidad, se trataba de una autocrítica. La inexplicable fetichización de su alumnado, un estamento social que en términos de Bourdieu fue descomponiéndose desde una elite dirigente a una fracción dominadísima de la clase dominante es menos un festejo que un testamento político. La continuidad CNBA – Montoneros – Casta neoliberal socialdemócrata, que son la misma sustancia expandida en el tiempo y comparten la imposibilidad congénita de industrializar verdaderamente al país, vive sus últimos momentos. “La llamada” exhibe que sus discusiones pasan más por cuestiones inmobiliarias o geriátricas que políticas o intelectuales. Esta inexistencia de reflexión y este abandono de la esfera pública por parte de la gente que habla en latín en terrazas de Palermo no es más que un llamado a los miembros de la casta política a, tras haber hecho ganar a Milei, imitarlos y retirarse graciosamente y de una vez por todas de cargos, lugares de visibilidad pública, streams financiados por el narco y presupuestos públicos que no manejaron dignamente.
Estamos frente a una durísima autocrítica. La autocrítica que esta generación de militantes políticos y de usureros fans de militantes políticos no pudieron hacer en público. Un libro que habla sobre la autocomplacencia, la inexistencia de un pensamiento sobre las condiciones contemporáneas de la geopolítica, el cinismo, el desprecio a la gente común, el globalismo tardío, el patriotismo estético y condescendiente y un interminable etcétera que explican el repudio social que justamente reciben los miembros de la casta política. Hay que ser grande para admitir todo esto, y “La llamada” lo hace y cristianamente se sacrifica y sacrifica a los amigos de la autora por todos ellos.
“La llamada” es un lamento sincero por el advenimiento de lo freak, y repone vanamente un canon de belleza fascista como gesto de resistencia.
Para terminar me gustaría decir que “La llamada” es también un canto de cisne que evoca un mundo donde los nepobabies no heredaban de sus padres minutos al aire, donde el presidente de Estados Unidos no desvariaba frente a millones de personas, donde un timbero de la JP Morgan que había dejado una deuda de 55 millones de dólares no dirigía otra vez la economía argentina, donde un renacuajo como Elon Musk no tenía fandom, en fin, un mundo diferente, donde los cánones del occidente moderno, en general, parecían tener algún tipo de vigencia. Yo, que no lamento ninguno de los cambios de esta turbomodernidad y acepto cualquier degradación -incluso a Elon- intentando pensar cómo mejorarla en lugar de lamentarme, creo que desgraciada y afortunadamente formamos parte de una realidad freak donde el tiempo está fuera de quicio, donde nuestro punto de partida gnoseológico es que nadie entiende nada, donde la economía como refugio ante el caos es el último escalón discursivo antes de volver a apostar por el pensamiento mágico, y donde dentro de este contexto cada uno, a medida que pasa el tiempo, va construyendo el objeto transicional que puede. Y banco a Leila porque se la juega y, valiente, elige a la belleza de una terrorista como su objeto transicional para capear esta sensual tormenta de confusión.
Siempre digo lo mismo: cada persona es un artista de mercado, o mejor dicho una obra de arte bioprofesionalizada, y el precio de la libertad es que necesitamos un objeto transicional para sobrevivir al caos. Pocas veces estuve frente a un libro tan obsesionado con la belleza física de su protagonista. Silvia Labayru es antes que nada una mujer bella, capaz de hechizar a los hombres (y evidentemente a Leila). En un podcast que nadie debería perderse, Marcos Zurita contó las veces que Leila escribe su propio nombre en el libro, pero no estaría de más revisar la cantidad de veces que se dice que Silvia era bella. Hay, de hecho, un placer erótico y sombrío en esta insistencia, en relatar la corrupción de lo bello por parte primero de los montoneros con su ideología y después del terrorismo de estado con su tortura. Pero hay algo más. Porque a pesar de todo lo que pasó, a pesar de que nunca va a poderse saber la verdad sobre Silvia, ni sobre si señaló a gente desde autos, ni sobre tantas cosas que los militares asesinos e inútiles no van a contar de la represión ilegal, y por más que los nepobabies y Sturzenegger nos aniquilen el cerebro y la billetera en pocos meses, “La llamada” apuesta a que va a haber algo que va a trascender, algo que da sentido a Leila Guerriero en su perseverante búsqueda de lo freak, algo que provoca sosiego ante la evanescencia de una verdad que la literatura invoca solo para fracasar en su búsqueda, algo que va a prevalecer, y ese algo, parece decir “La llamada”, es el sentido eterno de lo armónico y de lo bello.
Creo que en este caso Leila está totalmente equivocada. Por eso “La llamada”, más allá de los setentas, más allá del secuestro, del deseo, del terrorismo de estado, del machismo, de la traición, de las castas, de la memoria, de la verdad o de la justicia, es un libro sobre una mujer a la que aún le resulta importante que una mujer sea hermosa, que se obsesiona malsanamente con esa belleza, que goza con su corrupción y con su misterio. Se trata de un gesto estético por antonomasia, es decir un gesto que exige la supervivencia de las jerarquías, el cual valoro como canto de cisne pero repudio éticamente. Cierro entonces estas apostillas saludando a “La llamada” como un bello libro conservador. Aviso también que si el libro es cancelado en algunos años por su fascismo estético y su glorificación obsesiva de una rubia del CNBA, voy a apoyar esas cancelaciones. Creo que la cancelación es lo contrario del darwinismo de mercado y es lo más cercano que tenemos a la justicia popular que necesitaremos en el mundo tecnofeudal que se avecina. Así que, como podrán ver, la futura cancelación de “La llamada” me produce una sensación agridulce, acaso parecida a la ostranenie que experimentaban los formalistas rusos.
Bueno, ser publicado por Anagrama solía ser un sello de calidad, un reconocimiento de que el libro tenía unos mínimos.