El progresismo es una matriz cultural a través de la cual los argentinos pensamos las relaciones entre la sociedad y el estado. Por eso es una estructura de sentir que inviste a la ideología política y económica.
Para los no progresistas, el progresismo es el timbre de voz del Leviatán.
Dicho de nuevo: uno puede o no ser progresista, pero lo que no puede hacer es escapar de la agenda progresista, pertenezca al sector social que pertenezca. Hay gente que, de hecho, hace del anti progresismo una identidad.
Yo soy progresista. En términos civilizatorios, creo en que en la actualidad estamos mejor que en el pasado. Que la tradición solo existe para ayudarnos a perfeccionar el futuro recordándonos lo eterno, pero que el desafío es actualizarla. Estoy vagamente a favor de la igualdad y creo que el Estado debe disminuir la pobreza. Rechazo la teoría de los dos demonios. Creo que el lucro financiero debe ser regulado por la sociedad, y finalmente casi aniquilado. Con matices, siento que los derechos laborales son conquistas históricas a defender. Apoyo al movimiento feminista y a la colaboración humana como un principio ontológico más interesante que el económico. Rechazo que alguien permanezca en el poder más de ocho años; me siento, en general, a favor de occidente y de ciertas libertades individuales. He evangelizado sobre el relativismo cultural, defendí formas básicas de garantismo, apoyo a la educación pública y gratuita. Y creo que el darwinismo social al que quieren llevarnos los libertarios y sus empleados macristas no debe ser la matriz organizativa de la sociedad.
Quizás por eso siento dolor cuando miro a los otros progresistas y siento que tenemos pocas cosas en común. ¿Seré uno de los “progres anti progres” que funcionan para el progresismo como el judío para el nazismo? Lo que sigue es una propuesta de clasificación; obviamente todos tenemos un poco de todos.
Progresismo blanco:
El progresismo blanco es institucionalista en lo político, intervencionista soft en lo económico, globalizante en lo internacional. Venera a los países escandinavos pero acepta que “en Argentina las cosas son diferentes”. Está a favor de la suba de impuestos -si son progresivos mejor- y cree que la felicidad es un efecto colateral de la ampliación de las libertades individuales. Sostiene que la democracia no es el sistema ideal pero es el mejor sistema posible, y que todos los males del capitalismo y del ser humano pueden ser morigerados con “regulación y control estatal”. Cuando viaja a Nueva York -su ciudad- puede llegar a sacarse una foto en la sede de la ONU. Meritocrático en el closet, fundamenta su racismo de la inteligencia en el mantra de “oportunidades iguales garantizadas por el Estado”. De hecho, la palabra “Estado” es su wild card cuando no encuentra respuestas a las tragedias sociales, su fe titubea o sus privilegios de origen emergen desde las napas.
El progresismo blanco ama a la representación y cree que la corrupción debe ser combatida pero siempre y cuando estas “investigaciones” no impacten a los fundamentos de la corporación política. Es anticlerical en el discurso y new age en las prácticas cotidianas. Repudia a la Iglesia Católica pero condesciende con el Papa Francisco como sinécdoque de su condescendencia general hacia cualquier movimiento popular. Originado en las clases medias, el consumo le parece vulgar en los demás y natural para sí. Está a favor de Ucrania, de Zizek y encuentra un hogar en Radio con Vos. El problema llega cuando debe elegir entre Palestina y el Estado de Israel (las opciones por lo general terminan siendo genéticas).
Las capas intelectuales del progresismo blanco son profesionales liberales con aspiraciones modernizadoras, estudiantes y docentes de la UBA, ovejas grises de la Di Tella o la Udesa, investigadores del Conicet, empleados públicos con y sin herencia, setentistas con culpa, larretistas sin budget, socialdemócratas de Chacarita y pasajeros frecuentes de Aerolíneas Argentinas. El progresismo blanco alienta a la producción pero el tema no le preocupa demasiado; le parece en el fondo una mersada que bien puede quedar en manos del mercado. Su promesa, siempre, es la distribución, y si esta le permite hacer caridad mejor. No busca nuevos valores ni cree en la necesidad de los mismos porque se siente superior; solo se opone a lo tradicional como un gesto de distinción estética y este es quizás uno de sus pocos momentos de verdad. El garantismo extremo y su condescendencia con la inmigración lo blindan moralmente por su falta de compromiso real con la comunidad que habita y, en forma frecuente, con quienes lo rodean.
Progresismo marrón:
El progresismo marrón es muy argentino y eso lo coloca en un lugar más interesante que el progresismo blanco. Realpolitiker en lo institucional, intervencionista soft en lo económico y pragmático en lo internacional, es un peronismo sin épica o un radicalismo con caja, y padece en ambos escenarios un particular síndrome de Estocolmo en relación al neoliberalismo. Si el progresismo blanco necesita creer que la política es un espacio de realización de la virtud (y de ahí vienen sus altas dosis de indignación virtual), el progresismo marrón cree que es el arte de lo posible (y de ahí viene su sarcasmo anti progre). Su adagio central no es “Soy todo lo que está bien”, como le sucede al progresismo blanco. Es más bien que “Todo puede ser peor”; el progresismo marrón vive apagando incendios antes de que se produzcan.
Sus valores supremos son primero el orden y subordinado a este el progreso, aunque preguntarse qué es orden y qué es progreso es, para el progresismo marrón, una jactancia de intelectuales. No cree en el futuro sino en la supervivencia, y por eso es un progresismo border, un progresismo pragmático y microfísico, casi un retro-progresismo, paternalista y tristón. Esto lo hace identificarse con la clase política, a la que siempre cree a la izquierda de la Sociedad. Milei destruyó esta creencia y, pobre progresismo marrón, quedó un poco groggy. El progresismo marrón reniega de los antagonismos y sueña con una sociedad en tensa calma con el mercado, un Estado más mediador que soberano, contendor para los pobres.
Esta variante autóctona y, perdón la redundancia, cimarrona, del progresismo dice representar a las clases medias bajas pero enloquece cuando las clases medias bajas reniegan de sus creencias básicas en el orden, la paz y la negociación secreta, y votan a Milei. Su relación con los pobres es condescendiente, los quiere ciudadanos y trabajadores, pero antes que nada los quiere tranquilos, negándoles la disposición utópica que necesariamente acompaña a cada generación. Los pobres extranjeros no lo terminan de convencer.
El progresismo marrón idolatra al consumo como ritual empoderante de la democracia. Su ontología es un materialismo vulgar rociado de nostalgie. Abunda entre profesores de colegio secundario, ex estudiantes de la facultad de Ciencias Sociales, estatales de planta permanente, asesores políticos precarizados, ñoquis de diverso pelaje, consumidores de La Política Online y ovejas negras de familias comerciantes o militantes (una de las variantes del comercio informal). Es mayoritariamente católico, otro punto a favor. Cree en la producción como un fin en sí mismo, es decir cree en la producción como valor absoluto, siempre y cuando reproduzca lo mismo. Y cree en la distribución en tanto y en cuanto garantice el orden social, lo que la convierte en una distribución intermitente cuyo fin ultimo es el consumo como anestesia que evita que todo sea, siempre, como cree el progresismo marrón en su filosofía trágica de la existencia, peor.
Progresismo celeste:
El progresismo celeste es corporativista en lo social, estatal-cooperativista en lo económico, nacionalista en lo geopolítico, y esta es acaso su solitaria virtud. Es una izquierda no roja que ya no puede producir discursos verosímiles sobre la producción de riqueza social ni generar imágenes venturosas sobre el porvenir (igual que la izquierda roja); por eso oscila entre un ruralismo antimoderno y una eterna actitud de enfermero ante los heridos del Sistema. Aunque no confía en el sistema político ni en la democracia, el progresismo celeste utiliza la retórica de los derechos y se cuelga de las tetas de la constitución nacional cuando le conviene.
Si el progresismo blanco vive indignándose y el marrón vive sobreviviendo, el progresismo celeste vive en estado de emergencia, con una canción de Los Redondos como música de fondo. Su ecuación fundamental es: los pobres son víctimas y por eso son buenos. La bondad se desplaza: si en el progresismo blanco el bueno era el mismo progresista, y a través de su virtud el pobre construido como medio para realizar su propia bondad en forma narcisista, y en el marrón el bueno es el Sistema como forma de proteger al hombre de la maldad innata a la creación (o sea de sí mismo), en el progresista celeste la bondad es el pobre, y esa bondad congénita es la que le permite al progresista celeste redimirse a través del sacrificio altruista por el pobre, en una desgraciada lectura de la doctrina católica que discutiremos en otro momento.
La violencia policial y el hambre son sus enemigos cotidianos. Esta lucha desigual y urgente es apuntalada por la fe en la esencia igualitarista y fraterna de los pueblos, una fe que no solo busca hermandades donde las mismas acaso no existen sino que va unida al excéntrico dogma de que toda violencia plebeya es emancipadora y al delirante axioma de que, en Argentina, es lo mismo ser argentino que no serlo. Aquí nace el garantismo extremo que lo hermana al progresismo blanco: lo que garantiza el garantismo es una bondad esencializada, irreal, del pobre, que poco tiene que ver con la doctrina católica vinculada a los castigos y las recompensas. Su diferencia con la izquierda tradicional es, en cierta medida, su nacionalismo y su post obrerismo. Su locus son las ollas populares, y una vestimenta que emula a los protagonistas de Pizza Birra Faso antes de dejar la casa de sus padres.
Venezuela no le parece tan mal, a diferencia de lo que sucede con los otros dos progresismos. Venezuela es, quizás, su alucinada Nueva York. Sus intelectuales y representantes son, por lo general, administrativos de los sectores medios que construyeron legitimidad “en el territorio” y birlaron la representatividad de los referentes peronistas, pero también, y fundamentalmente, gente de con vibes de zona norte, muchos de ellos, casi todos, herederos.
El progresismo celeste goza de la simpatía condescendiente del progresismo blanco y del progresismo marrón en tanto no les dispute espacios de poder en el primer caso o no ocasione demasiada convulsión social en el segundo. No ofrece alternativas claras para el problema de la producción; en el fondo el tema también le parece una grasada o quizás algo demasiado capitalista para su paladar celeste. Su estado de emergencia permanente lo lleva a la urgente captura y distribución de lo que existe, y considera a la eficiencia una mala palabra. Lucha por el salario básico universal, pero lo hace en voz baja porque teme secretamente que el mismo se parezca demasiado a los planes sociales que ya suelen administrar sus organizaciones, con resultados, al menos de momento, no muy inspiradores para el resto de la sociedad.